Una tarde de verano cuyo sol iluminaba hasta la esquina más recóndita, R desapareció para siempre. Los testigos que presenciaron lo que sucedió no pudieron evitar mirar aquello boquiabiertos. Cuando la gente por fin reaccionó y llegaron los socorristas y más tarde los equipos de rescate, ya era demasiado tarde.
No se tiene datos exactos de cuando R llegó a la playa. Ninguno de los allí presentes le vio extender su toalla. Lo más probable es que no trajera. R iba vestido con unas prendas exquisitas. Llevaba smoking, el cual cubría un chaleco color perla con botones de nácar y una camisa de seda. No llevaba corbata. Tenía el pelo grisáceo. Por la manga de su chaqueta asomaba un fino pañuelo de seda y en los pies llevaba unos mocasines marrones.
Así que, sin más miramientos, R lo hizo. Sin apartar ni en el más breve instante la mirada del horizonte y con un gran bloque de hielo azulado por corazón, R atravesó la playa en línea recta, llenando sus mocasines de arena, y cuando llegó a la orilla siguió caminando, con el rostro impenetrable, serio, decidido y con la vista clavada en un punto inconcreto del mar, al frente. Simplemente caminó. El mar inundó sus mocasines y R no se inmutó. Sus pantalones ya estaban empapados por completo, y, a pesar de lo que le debían de pesar ya, siguió caminando. El agua le había llegado al cuello y todas sus elegantes ropas se habían echado a perder, pero él no se detuvo. La gente de la playa estaba rayando la conmoción y a R ya no se le veía la coronilla, pero, al parecer, siguió caminando sin detenerse un momento.
Ni siquiera unas tristes burbujas quisieron dejar rastro de su tétrico paseo, demostrando así que lo que la gente vio era cierto. Nada quedó tras él. Nadie reclamó su presencia. Ni una sola persona supo decir quién era aquel misterioso hombre, ni siquiera si era extranjero. Simplemente se fue para no volver, y las gentes de aquel pequeño pueblo lo apodaron R.
Un helicóptero y dos barcos lo buscaron incesantemente durante cuatro largos días, pero su cuerpo, vivo o muerto, desapareció misteriosamente. Quien sabe si se convirtió en tritón, si se derritió el hielo que cubría su gran corazón con el calor del amor de alguna sirena. O quizás R se burle desde el paraíso de todos los mortales aun vivos que lo miraron boquiabiertos aquel día soleado.
Lo único que se sabe con certeza es que nadie de aquel pueblo olvidará lo ocurrido. Aun ahora, décadas después, la gente vuelve a charlar de ello cuando los cotilleos locales se agotan. Los lugareños solo esperan que, esté donde esté, R sea feliz.
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