lunes, 27 de febrero de 2012

Metes la llave en la cerradura y la giras. Entras en la casa y ves sus zapatos colocados con cuidado al lado de la puerta. Ya ha llegado. Y en ese momento oyes el agua caer en la ducha. Vas hasta allí y te sientas al lado de la puerta cerrada del baño. Te sientas con las piernas cruzadas en el suelo. Mientras en el otro lado de la puerta, él canta con alegría bajo la ducha. Y te lo imaginas cantando, mientras el agua resbala por su cuerpo. Y empiezas a pensar en cuánto lo quieres. Y cuando te quieres dar cuenta las lágrimas se deslizan a borbotones por tus mejillas, dando a parar en el suelo. Y pasas así un buen rato, sin siquiera enjugártelas y sin reprimirte. Solo te desahogas en silencio, sin que nadie se dé cuenta. Tú sufres, sola y punto. Porque eres tú la única que se merece sufrir. Y estás así quién sabe cuánto tiempo, hasta que él para el maldito grifo. Y entonces te levantas, vuelves a la entrada, y te vuelves a ir, silenciosamente, sin que nadie haya reparado en tu presencia.

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