Cuando se deprimía en las noches lluviosas de principios de Octubre, solía saltar el muro y pasear entre las vías del tren con las manos en los bolsillos. Cada vez que un tren pasaba, silbante y rápido, él sonreía por debajo de la protección de su abrigo. Le gustaba el escalofrío de la adrenalina, que recorría su espina dorsal y le llegaba hasta la punta de los dedos. También le gustaba imaginarse que algún pasajero había visto su reflejo y se había sobresaltado creyendo haber visto un fantasma. Porque, al fin y al cabo, en eso le gustaría transformarse. En un mísero espíritu errante por las vías del tren, sin sentimientos, sin recuerdos y, sobre todo, sin vida.
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