lunes, 19 de marzo de 2012

Cuando usted quiera. Fue lo que me dijo el sepulturero. Ahora lo recuerdo con mayor nitidez que en el momento. Estaba allí sentada en el suelo, con las lágrimas que no podía retener en mis ojos rojos. Escuché la voz de camionero del hombre muy lejana, de otro mundo. Creo que ni siquiera supe qué significado tenía la frase que dijo. Entonces me di cuenta. Yo era la última persona con la que él había hablado. Y eso era un peso que me acompañaría siempre. Asentí. No sé si respondiendo al sepulturero o si dándome la razón a mí misma, la cuestión es que asentí repetidas veces, mientras mis hombros se veían afectados por pequeñas convulsiones. Me sentía como si alguien me arrebatase con manos crueles parte del aire que acudía a mis pulmones. La lluvia caía a cántaros, me empapaba la ropa, convertía la tierra sobre la que estaba sentada en barro, se fusionaba con mis lágrimas, alimentaba el prado. Aquello me hizo pensar que el mundo seguía como si nada. Como si él siguiera con nosotros, como siempre. Cuando terminó el trabajo, el sepulturero se fue, con un cigarrillo en la boca. Nos dejó solos, como el resto. Yo me negaba a levantarme y a dejarlo solo. Si se diera cuenta de lo que pasaba y lo veía desde donde fuera que estaba, se deprimiría mucho al ver que la lluvia caía sobre sus manos, su cara, su estómago, sus piernas, en la oscuridad de la noche, sin que nadie lo acompañase ofreciéndole algo de compañerismo. Escuché el campanario tras de mí anunciando las once de la noche. Me juré a mí misma que, en cuanto parara de llover, subiría a la torre del campanario y me arrojaría al vacío fríamente. Dejaría atrás a toda aquella gente estúpida que lo había abandonado bajo la lluvia y me iría con él, para que pudiéramos ver juntos como la lluvia de invierno caía sobre nuestros cuerpos huecos. Y aquella gente estúpida iría a la iglesia como fui yo, diría estupideces como que era una pena con lo joven que era y luego se irían a su casa, a tomarse un whisky a la luz de su acogedora hoguera mientras caería lluvia sobre mi estúpido cadáver. Pero no fui capaz de subir aquella maldita torre. 

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