Tienes una cara como si hubieses desayunado en el armario de la limpieza del Hotel de los Corazones Rotos, con una comida miserable y una camarera igual. Tras haber dormido en un colchón que no hacía más que soltar reproches de sus muelles cada vez que cambiabas de postura en la cama con una señora de compañía cuarentona que recogiste en el callejón de la Amargura, torciendo la esquina en la avenida Desamor.
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