miércoles, 21 de marzo de 2012

 A veces, cuando ella iba conduciendo lo suficientemente relajada como para no responder con gritos a mis preguntas, teníamos conversaciones muy agradables. Incluso puede que cuando tenga sesenta años y esté en mi mecedora tejiendo, me acuerde de esas conversaciones. En una de esas conversaciones, la llegaba a conocer más que si conviviese con ella un año entero. Hablábamos de todo, no teníamos límites. Y no había mejor escenario que los prados con rocío de la mañana con alguna que otra casa perdida por ellos. Y nuestras cabezas, sobrevoladas por águilas, cigüeñas o cuervos que agitaban sus alas sin descanso en un cielo gris que parecía no tener fin. Charlábamos durante unas dos horas, luego nos bajábamos del coche y ella volvía a ser la de siempre. Pero durante aquellas conversaciones la llegaba a apreciar.

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